Desde que tengo uso de razón,
el barrio de La Isleta siempre ha estado presente en mi vida, en
momentos felices, pero también en los tristes.
La Isleta ha tejido su
presencia en mi desde la infancia. Mi abuela materna, Antonia,
buscando nuevos horizontes, se estableció en el Grupo del Carmen en
la década de los cincuenta. Ese conjunto de casas, ubicado a la
entrada del Confital, se convirtió en un punto de encuentro
familiar. Allí, junto a mi abuela, se reunían sus hijas, entre
ellas mi madre, forjando un vínculo inseparable con el barrio.
El primer recuerdo que tengo
de La Isleta es un recuerdo triste, muy triste. No fue otro que la
muerte de mi padre, allá por el año 1971, cuando yo contaba con
apenas seis años y mi tío Daniel nos trajo a mis hermanos y mí a
casa de mi abuela.
A pesar de la tristeza que
teñía aquel día, un destello de luz se abrió paso cuando mi tío
sugirió bajar al Confital. Desde arriba veía, con claridad, la
multitud de chabolas que se repartían por toda su costa, pero, a
pocos pasos, había un entorno único. Encontré una nueva
perspectiva que, de alguna manera, alivió el peso de la pena. La
marea baja me brindó la oportunidad de explorar y examinar cada
charco que se cruzaba en mi camino, transformando un día gris en una
experiencia llena de fascinación. El sonido del mar y ese aroma tan
particular, actuaron como un bálsamo natural, mientras que los
gueldes, los cabozos, las fulas, las vacas de mar, los camarones y
algún que otro pulpo, se convirtieron en protagonistas de aquel día.
Cada rincón del Confital se transformó en un universo por
descubrir, y la interacción con la vida marina aportó una dosis de
distracción, asombro y renovada curiosidad. Incluso hoy, caminar por
las piedras y charcos del Confital, me transporta a ese refugio,
donde la brisa marina y el sonido de las olas me regalan una profunda
sensación de calma.
Las repercusiones de la muerte
de mi padre, que transformarían mi vida para siempre, aún se
escondían en el horizonte que todavía estaba por descubrir, que
estaría lleno de desafíos y aprendizajes que marcarían mi
crecimiento y evolución a lo largo del tiempo.
A partir de aquel momento, mi
relación con La Isleta tomó un nuevo rumbo. Los sábados se
convirtieron en días especiales, ya que mi tío Juan venía a
buscarme al barrio de Escaleritas para ir a casa de mi abuela.
El viaje desde Escaleritas
hasta La Isleta se volvió un trayecto anhelado, porque yo, después
de pasarme cinco días internado en la Casa del Niño, contaba los
días para que llegara el sábado e irme para La Isleta. Íbamos en
la antigua línea 3, y nuestra última parada era el Mercado del
Puerto, un lugar lleno de vida y actividad desde primera hora de la
mañana. Desde allí, emprendíamos el ascenso por la calle Faro,
haciendo paradas estratégicas en algunos bares. En cada bar, mi tío
pedía un pisquito de agua Firgas para mí y mientras yo disfrutaba
de un buen vaso de agua, él se tomaba un pizco de ron carta blanca,
que le sacaba una sonrisilla socarrona y que se le mantenía a lo
largo del día.
Subíamos hasta casi el final
de la calle Faro y bajábamos hacia el cine Litoral y luego subíamos
por la maltrecha carretera que nos llevaba a nuestro destino, que no
era otro, que la casa de mi abuela Antonia en el grupo del Carmen.
La casa de mi abuela, ubicada
en el primer piso, es un recuerdo que atesoro con un cariño muy
especial. Lo más destacado era, sin duda, el pequeño patio que, a
mis ojos de niño, me parecía inmensamente grande, pero no lo era
tanto, pero que estaba lleno de vida. Palomas, gallinas, y en
ocasiones, algún conejo o pato, que se movían con libertad entre la
diversa flora que allí florecía. Mi abuela había convertido los
botes de pintura reciclados y bloques de picón en improvisados
maceteros, donde cultivaba una amplia variedad de hierbas aromáticas,
hierba-huerto, romero, perejil y orégano.
Grabadas en mi memoria están
las mañanas en casa de mi abuela, que se distinguían por un aroma
singular. En la penumbra, previa al amanecer, cuando el día aún se
resistía a despertar, un perfume único impregnaba la casa: el
inconfundible olor a mar que llegaba del Confital. Esa fragancia
marina se entrelazaba con el reconfortante aroma a café colado, un
ritual matutino que mi abuela, infatigable y llena de vitalidad,
ejecutaba con esmero cada día.
Aquellas mañanas o tardes,
dependiendo del vaivén de la marea, se quedaron grabadas en mi
memoria con una nitidez asombrosa. La anticipación de esperar a que
la marea estuviera baja era un ritual compartido, una puerta abierta
a la aventura de «pulpiar» o mariscar en el Confital. Fue allí
donde aprendí la técnica para coger pulpos, armado con una fija, un
bichero y un paño blanco.
Mi tío y yo recorríamos
todos los charcos cuando bajaba la marea, atentos a cualquier indicio
de movimiento. Cada charco se convertía en un pequeño universo por
explorar, con la esperanza de encontrar a algún intrépido pulpo
dispuesto a defender su escondite. La danza del paño blanco, se
convertía en un juego intrigante, donde la astucia del pulpo y mi
habilidad para atraerlo se entrelazaban.
Aquellos años no fueron solo
una etapa más en mi vida, sino una profunda lección que me acompañó
en mi camino. La esencia de aquellos fines de semana perdura en mi
memoria, recordándome la importancia de valorar los pequeños
placeres, la conexión con la familia y la belleza de sumergirme en
la naturaleza, una constante que siempre ha estado presente en mi
vida.
Sin embargo, a medida que me
adentraba en la adolescencia, una etapa que coincidió, tristemente,
con la muerte de mi abuela en 1981, mi conexión con La Isleta
experimentó un cambio significativo. A partir de ese momento dejé
de frecuentar el barrio de manera regular, aunque aún hacía visitas
esporádicas a mi tío Juan.
Pero el destino me tenía
reservada una sorpresa. Me enamoré de una mujer del barrio, mi
actual esposa, Irmina, y tras diez años de relación, nuestra
historia de amor se consolidó con el matrimonio. Esto me llevó a
mudarme a la calle Faro, marcando un nuevo capítulo en mi vínculo
con La Isleta, un lugar cargado de recuerdos y significados.
La primera mañana en la calle
Faro, me desperté antes del alba. Al abrir la ventana, una oleada de
aromas me envolvió: el reconfortante olor a café y la fragancia
marina. De inmediato, aquellos recuerdos de la infancia se
precipitaron sobre mí. Había vuelto a La Isleta.
Ahora, de regreso al barrio,
mi perspectiva ha cambiado. La experiencia y los años vividos me
permiten verla con nuevos ojos. Y sí, todo ha cambiado, mucho más
de lo que imaginaba.
En el presente, nos
encontramos frente a diversos desafíos que afectan a nuestro barrio
de manera significativa. La gentrificación avanza rápidamente,
adueñándose del entorno de manera agigantada. La inseguridad se
manifiesta en algunas zonas del barrio, escasean las zonas verdes y
peatonales. La movilidad, la limpieza, el ruido y la falta de
espacios para la cultura y las asociaciones son temas apremiantes. No
obstante, a pesar de estos obstáculos, el barrio alberga inmensas
oportunidades que debemos aprovechar y por las cuales debemos luchar.
Un aspecto clave es la
gentrificación, que no solo representa un desafío, sino también
una oportunidad para promover un desarrollo inclusivo y sostenible.
Podríamos considerar estrategias para equilibrar el crecimiento,
preservando la identidad y diversidad del barrio. La participación
activa de la comunidad es esencial para garantizar que cualquier
cambio refleje, verdaderamente, las necesidades y aspiraciones de los
residentes.
La seguridad también debe
abordarse de manera integral, trabajando en estrecha colaboración
con las autoridades locales, para implementar medidas que promuevan
un entorno seguro e integrador.
Además, la creación de más
espacios verdes y peatonales no solo contribuiría a mejorar la
calidad de vida, sino que también podría mitigar problemas de
movilidad y ruido.
Respecto a la gestión de
locales y espacios públicos, la comunidad podría impulsar
iniciativas para asumir la responsabilidad de dichos lugares,
fomentando su uso para actividades culturales y eventos comunitarios.
La recuperación de espacios históricos, como el Canarias 50 o el
edificio RACSA, podrían convertirse en proyectos emblemáticos que
fortalezcan el sentido de pertenencia y la conexión entre los
residentes.
En cuanto a la movilidad, es
crucial abogar por un sistema que garantice seguridad y accesibilidad
para todos. Esto podría incluir la implementación de ciclovías, la
mejora del transporte público y la creación de áreas peatonales
amigables.
Por último, la colaboración
con el ayuntamiento es esencial. Trabajar en conjunto para mejorar
los servicios públicos, asegurando que estén a la altura de las
necesidades de la comunidad, contribuirá a construir un barrio más
vibrante y próspero.
Es el momento de convertir los
desafíos, en oportunidades y trabajar de manera conjunta por un
futuro mejor para La Isleta. Un barrio donde la calidad de vida sea
una prioridad, la participación ciudadana sea un pilar fundamental y
el desarrollo sostenible sea un objetivo compartido por todos. La
colaboración entre vecinos, autoridades y entidades privadas será
la clave para forjar un futuro vibrante y próspero.
Muchas gracias.
¡Viva La Isleta!